domingo, 16 de septiembre de 2012

Las Lágrimas de Sangre (2)

<<A sus habitaciones>> pensó Grand conteniendo una carcajada. Bonito eufemismo para la húmeda y estrecha celda en la que pasaba las horas cuando no estaba cumpliendo una “Encomendación”, como le gustaba llamar a la vieja a sus misiones de espionaje.
     La joven abrió la pesada puerta de madera con un movimiento de mano. <<Brujas>> pensó Grand estremeciéndose. Era irónico, teniendo en cuenta que él era un cambiaformas, pero odiaba la magia.
Se volvió a estremecer al entrar en “la habitación”. No sabía muy bien si era por el frio o por las runas grabadas en las paredes.
-Y no intentes nada –dijo la joven, apretando aún la cadenita en una de las manos.
El hombre miró las runas con cara de escepticismo, pues precisamente le impedían ejercer sus poderes mientras estuviera dentro de esa celda. Justo cuando iba a preguntar que si estaba bromeando, ella cerró la puerta.
El hombre se tiró en el fino colchón pensando en las consecuencias de la conversación que había oído esa tarde. <<Van a secuestrar a la princesa de Lisse de las mismísimas habitaciones del príncipe>> No necesitaba que nadie le dijera que detrás de eso estaba Trandos, el hermano menor del rey.
Ya había conseguido poner a muchos señores en contra de su hermano, si además coaccionaba al rey de Lisse con su hija como prisionera para que no apoyara al legítimo heredero, o peor, para que pusiera su ejército del lado de Trandos, que se hiciera con el trono era cuestión de tiempo. De poco tiempo.
<<¿Por qué me preocupo por estas cosas?>>, pensó airado mientras se revolvía, notando las piedras del suelo a través del fino colchón. <<Un rey u otro yo voy a seguir aquí atrapado>>
Aunque en realidad el Rey Howard no lo hacía del todo mal. Pese a las revueltas de su hermano había una paz relativa en el reino, y las gentes no pasaban hambre. Además, según decían, su hermano era un hombre despiadado y cruel. <<Sigue dando igual, ocurra lo que ocurra seguiré viviendo en esta celda, comiendo bazofia y durmiendo sobre las losas de piedra>> Puso las manos en su nuca y trató de dormir.

La sala estaba repleta de gente, pegados unos a otros. Entre el poco espacio, la aglomeración y los millares de velas el calor era asfixiante. Celia sentía correr un hilillo de sudor por su espalda mientras esperaba expectante a que hablara la Madre.
-Hijos del Hielo –dijo la anciana con su extraño susurro-, hemos recibido una terrible noticia. Mañana secuestrarán a la dulce princesa de Lisse, arrebatando así el apoyo de su reino para la justa causa de nuestro rey. Tenemos que impedirlo. Necesito a algunos jóvenes, fuertes y ágiles, rápidos y discretos, para llevar a cabo la importante Encomendación de arrebatar a la chiquilla de las manos de sus captores y devolverla sana y salva a los brazos de su esposo, el príncipe.
Muchas voces se alzaron en la sofocante habitación ofreciéndose voluntarios. La anciana, con la más amplia sonrisa, mostrando sus dientecitos puntiagudos, alzó un dedo y se hizo el silencio.
-Sabed que a esta misión os acompañará el elegido Grand y su guardiana.
Un murmullo de descontento se extendió entre los Hijos del Hielo y Celia, pese al calor, se estremeció.
Antes de la llegada de Grand ella era admirada entre los Hijos, la que más Poder tenía tras la Madre. Precisamente por eso le habían encargado cuidar del cambiaformas.
Según las historias de la Hermandad, su creadora, la Princesa de las Lágrimas Heladas había sido traicionada y asesinada por un cambiante, el primero de su especie, al que había creado a partir de su gran Poder. Por ello eran los seres de toda Gayela que más repulsión les provocaban, y por extensión ella, que estaba conectada con Grand y lo frecuentaba para vigilarlo, también.
Pese a todo, había algunos Hijos, además de la Madre, que creían que pese a ser peligrosos, los cambiaformas eran seres benditos pues todos llevaban una pequeña parte del Poder de la Princesa de las Lágrimas Heladas Por ello, su vida les pertenecía a la Hermandad.
La anciana volvió a levantar el dedo y el silencio se extendió por la habitación.

-Que los voluntarios para la Encomendación se presenten aquí tras la cena para decidir quién la cumplirá –susurró. Y sin añadir nada más cerró los ojos.

jueves, 13 de septiembre de 2012

Las lágrimas de sangre (1)

El gato entró por la ventana y se recostó sobre el aparador.
-Has tardado mucho –le dijo la joven con el ceño fruncido.
Hubo una ondulación en el aire y, donde un segundo antes estaba el gato negro de patas blancas ahora se encontraba sentado un esbelto hombre de pelo negro e hirsuto. Se puso una amplia túnica sobre su moreno cuerpo desnudo y, con un suspiro, se sentó a la mesa.
-Tenía hambre, así que de camino he pasado por los muelles. Siempre hay alguien dispuesto a dar de comer a un gato –dijo el hombre relamiéndose.
La joven dama sentada a la mesa tensó una cadenita que tenía en las manos y el hombre cayó al suelo con un jadeo de dolor.
-¡Que sea la última vez que te desvías de tu misión! –gritó la joven, roja de ira-. Sabes que te veo –dijo señalándose la frente-. No intentes engañarme. ¡Nunca!
-Solo tenía hambre –sollozó el hombre –nada más. No quería desobedeceros. Ya había terminado lo que me ordenasteis.
-¡No! ¡No habías terminado! –volvió a tensar la cadena y el hombre se retorció en el suelo-. ¡Tu misión no termina hasta que no informes a la Madre!
La dama se sentó con el rostro aún enrojecido y se atusó la fina falda de seda. Cuando él se levantó, ya más calmada, le pidió que la acompañara.
El hombre la siguió obediente y en silencio por los angostos pasillos de la gran mansión.
Entraron en una pequeña habitación. Las paredes tenían nichos repletos de velas encendidas que llenaban la habitación de un baile de luces y sombras. La sala estaba vacía salvo por un trono de madera con un gran respaldo en el que estaban tallados un sinfín de copos de nieve cayendo en torno a una niña llorosa.
En el trono, casi hundida en decenas de cojines había una mujer minúscula. Tenía una gran cabellera blanca, unos enormes ojos negros y un cuerpo enjuto, con la piel prácticamente pegada a los huesos.
 Lo peor de la anciana era su boca, torcida en una siniestra sonrisa que dejaba entrever un millar de pequeños dientes blancos y puntiagudos.
-Madre –dijo la joven arrodillándose ante el trono-. Grand ha vuelto de la Encomendación.
La vieja posó la vista en el joven ampliando su sonrisa y le asintió. Él sabía que esa era la señal para comenzar a hablar.
-Como usted dijo, hoy los guardas se reunieron –dijo Grand con voz ronca, sin apartar la vista de la cadenita que la joven mantenía en la mano-. El ataque será en cuatro días. Un par de hombres entrarán por un pasadizo bajo la cama del príncipe, rociarán una sustancia que les hará dormir profundamente y se llevaran a su esposa. Los guardas les abrirán la puerta este para que accedan al puerto.
-¿A dónde llevarán a la chica? –la voz de la vieja era poco menos que un susurro, pero siempre se oía con una claridad extraña.
-Eso no lo comentaron Madre –Grand agachó la cabeza-. No tengo respuesta.

-Tenemos que impedirlo –ya sin sonreír, la anciana miró a la mujer-. Llévale a sus habitaciones y congrega a los Hijos