jueves, 13 de septiembre de 2012

Las lágrimas de sangre (1)

El gato entró por la ventana y se recostó sobre el aparador.
-Has tardado mucho –le dijo la joven con el ceño fruncido.
Hubo una ondulación en el aire y, donde un segundo antes estaba el gato negro de patas blancas ahora se encontraba sentado un esbelto hombre de pelo negro e hirsuto. Se puso una amplia túnica sobre su moreno cuerpo desnudo y, con un suspiro, se sentó a la mesa.
-Tenía hambre, así que de camino he pasado por los muelles. Siempre hay alguien dispuesto a dar de comer a un gato –dijo el hombre relamiéndose.
La joven dama sentada a la mesa tensó una cadenita que tenía en las manos y el hombre cayó al suelo con un jadeo de dolor.
-¡Que sea la última vez que te desvías de tu misión! –gritó la joven, roja de ira-. Sabes que te veo –dijo señalándose la frente-. No intentes engañarme. ¡Nunca!
-Solo tenía hambre –sollozó el hombre –nada más. No quería desobedeceros. Ya había terminado lo que me ordenasteis.
-¡No! ¡No habías terminado! –volvió a tensar la cadena y el hombre se retorció en el suelo-. ¡Tu misión no termina hasta que no informes a la Madre!
La dama se sentó con el rostro aún enrojecido y se atusó la fina falda de seda. Cuando él se levantó, ya más calmada, le pidió que la acompañara.
El hombre la siguió obediente y en silencio por los angostos pasillos de la gran mansión.
Entraron en una pequeña habitación. Las paredes tenían nichos repletos de velas encendidas que llenaban la habitación de un baile de luces y sombras. La sala estaba vacía salvo por un trono de madera con un gran respaldo en el que estaban tallados un sinfín de copos de nieve cayendo en torno a una niña llorosa.
En el trono, casi hundida en decenas de cojines había una mujer minúscula. Tenía una gran cabellera blanca, unos enormes ojos negros y un cuerpo enjuto, con la piel prácticamente pegada a los huesos.
 Lo peor de la anciana era su boca, torcida en una siniestra sonrisa que dejaba entrever un millar de pequeños dientes blancos y puntiagudos.
-Madre –dijo la joven arrodillándose ante el trono-. Grand ha vuelto de la Encomendación.
La vieja posó la vista en el joven ampliando su sonrisa y le asintió. Él sabía que esa era la señal para comenzar a hablar.
-Como usted dijo, hoy los guardas se reunieron –dijo Grand con voz ronca, sin apartar la vista de la cadenita que la joven mantenía en la mano-. El ataque será en cuatro días. Un par de hombres entrarán por un pasadizo bajo la cama del príncipe, rociarán una sustancia que les hará dormir profundamente y se llevaran a su esposa. Los guardas les abrirán la puerta este para que accedan al puerto.
-¿A dónde llevarán a la chica? –la voz de la vieja era poco menos que un susurro, pero siempre se oía con una claridad extraña.
-Eso no lo comentaron Madre –Grand agachó la cabeza-. No tengo respuesta.

-Tenemos que impedirlo –ya sin sonreír, la anciana miró a la mujer-. Llévale a sus habitaciones y congrega a los Hijos

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