El gato entró por la ventana y se recostó sobre
el aparador.
-Has tardado mucho –le dijo la joven con el ceño
fruncido.
Hubo una ondulación en el aire y, donde un
segundo antes estaba el gato negro de patas blancas ahora se encontraba sentado
un esbelto hombre de pelo negro e hirsuto. Se puso una amplia túnica sobre su
moreno cuerpo desnudo y, con un suspiro, se sentó a la mesa.
-Tenía hambre, así que de camino he pasado por
los muelles. Siempre hay alguien dispuesto a dar de comer a un gato –dijo el
hombre relamiéndose.
La joven dama sentada a la mesa tensó una
cadenita que tenía en las manos y el hombre cayó al suelo con un jadeo de
dolor.
-¡Que sea la última vez que te desvías de tu
misión! –gritó la joven, roja de ira-. Sabes que te veo –dijo señalándose la
frente-. No intentes engañarme. ¡Nunca!
-Solo tenía hambre –sollozó el hombre –nada más.
No quería desobedeceros. Ya había terminado lo que me ordenasteis.
-¡No! ¡No habías terminado! –volvió a tensar la
cadena y el hombre se retorció en el suelo-. ¡Tu misión no termina hasta que no
informes a la Madre!
La dama se sentó con el rostro aún enrojecido y
se atusó la fina falda de seda. Cuando él se levantó, ya más calmada, le pidió
que la acompañara.
El hombre la siguió obediente y en silencio por
los angostos pasillos de la gran mansión.
Entraron en una pequeña habitación. Las paredes
tenían nichos repletos de velas encendidas que llenaban la habitación de un
baile de luces y sombras. La sala estaba vacía salvo por un trono de madera con
un gran respaldo en el que estaban tallados un sinfín de copos de nieve cayendo
en torno a una niña llorosa.
En el trono, casi hundida en decenas de cojines
había una mujer minúscula. Tenía una gran cabellera blanca, unos enormes ojos
negros y un cuerpo enjuto, con la piel prácticamente pegada a los huesos.
Lo peor
de la anciana era su boca, torcida en una siniestra sonrisa que dejaba entrever
un millar de pequeños dientes blancos y puntiagudos.
-Madre –dijo la joven arrodillándose ante el
trono-. Grand ha vuelto de la Encomendación.
La vieja posó la vista en el joven ampliando su
sonrisa y le asintió. Él sabía que esa era la señal para comenzar a hablar.
-Como usted dijo, hoy los guardas se reunieron
–dijo Grand con voz ronca, sin apartar la vista de la cadenita que la joven
mantenía en la mano-. El ataque será en cuatro días. Un par de hombres entrarán
por un pasadizo bajo la cama del príncipe, rociarán una sustancia que les hará
dormir profundamente y se llevaran a su esposa. Los guardas les abrirán la
puerta este para que accedan al puerto.
-¿A dónde llevarán a la chica? –la voz de la
vieja era poco menos que un susurro, pero siempre se oía con una claridad
extraña.
-Eso no lo comentaron Madre –Grand agachó la
cabeza-. No tengo respuesta.
-Tenemos que impedirlo
–ya sin sonreír, la anciana miró a la mujer-. Llévale a sus habitaciones y
congrega a los Hijos
No hay comentarios:
Publicar un comentario