domingo, 7 de octubre de 2012

Las lágrimas de sangre (4)


Los días hasta la Encomendación pasaron muy rápido, pues transcurrían entre mejorar su control del cambiante y su poder de ataque.
No quería que nada saliera mal, pero tampoco tenía claro cuanta energía podría poner en controlar la criatura y cuanta dejar libre para atacar. Si Grand se veía mínimamente libre, sería un gran problema.
Era la medianoche del día del secuestro cuando fue a despertar al cambiaformas a su celda.
-¿Tenemos que salir ya? –preguntó el hombre entre bostezos.
-En dos horas. Pero antes quiero renovar los conjuros –Celia señaló la mesa-. Siéntate.
Lanzándole una mirada de ira, Grand se sentó y extendió los brazos sobre la maltrecha mesa. Ella se situó frente a él y, sin soltar la cadenita, le hizo un pequeño corte en cada muñeca. Puso las manos sobre ellas y se concentró en el salmo. Podía notar como las energías de ambos se entrelazaban y su mente quedaba ligada a la del hombre
Era un conjuro que hacía cada vez que Grand debía salir, para tener controlado donde se encontraba, que planeaba y poder doblegarle con un pensamiento. Aunque esa última parte resultaba necesaria pocas veces,  teniendo la cadena, que estaba permanentemente ligada a la esencia del cambiaformas.
Tras unos minutos, cuando el hechizo estuvo atado, se apartó y limpió las pequeñas manchas de sangre de sus palmas. La cara de Grand estaba pálida y le habían salido unos oscuros círculos bajo los ojos.
Desayunaron juntos y quedaron a la espera en un tenso silencio. Cuando por fin sus hermanos aparecieron, Celia sintió como se le atenazaban las tripas de miedo.
Era la primera vez que iba a una Encomendación, la primera vez que podría usar su Poder para defenderse y atacar en un combarte real. La emoción la recorría con pequeñas descargas eléctricas, pero también la preocupación. ¿Que ocurriría si algo salía mal? ¿Y si ella salía herida y Grand escapaba?



Llegaron a una pequeña puerta en las murallas del castillo tras una larga caminata por las callejuelas de la ciudad. Los Hijos intercambiaron unas palabras con el guardia, que les abrió la puerta.
Recorrieron los patios en el más absoluto silencio, resguardándose en las sombras hasta una pequeña trampilla que había tras las cuadras.
-Por aquí tienen pensado acceder –dijo Grand. Luego miró al cielo-. Aparecerán en cuanto rompa el amanecer.
Uno de los Hijos pronunció un salmo, se produjo una tenue ondulación en el aire y el cambiaformas sintió un cosquilleo en la piel. Sabía que era un conjuro de invisibilidad, pues había oído otras veces el hechizo. Duraba solo unos minutos pero probablemente bastaría.
Poco después, en cuanto aparecieron los primeros indicios de luz en el horizonte, aparecieron tres hombres. Iban vestidos con bastas ropas de cuero y portaban espadas largas, que no parecían de muy buena calidad.
Grand empezó a quitarse la túnica pero un Hijo le puso la mano en el hombro.
-Aún no –le susurró al oído-. Queremos rescatar a la princesa, no solo coger a sus captores, ¿comprendes?
El cambiaformas asintió molesto. Le parecía espantoso que pusieran en peligro a la chiquilla solo para ganarse el favor del rey. Celia, que debió de sentir sus dudas y desprecio le fulminó con la mirada.
Los minutos se le hacían eternos mirando fijamente a la trampilla, pensando en si le estarían haciendo algún daño a la princesa.
Cuando sintió un pequeño movimiento en la portezuela sí se quitó la ropa y se transformó en un enorme león blanco del Norte. Apretó las garras contra el suelo y se agazapó preparado para destrozar al primer bandido que se asomara por la trampilla.
Vio por el rabillo del ojo como sus compañeros se posicionaban para usar el Poder y como Celia se debatía entre mirar a la portezuela de madera o vigilarlo a él mientras mantenía tensa la cadenita.


Celia apretó los eslabones con firmeza, aterrada por la presencia del enorme león, casi más grande que un caballo, que había sido un hombre segundos atrás.
Pero no pudo entretenerse demasiado pensando en cuanto control tenía realmente sobre semejante criatura, pues de pronto se abrió la trampilla.
Salieron primero dos hombres, cargando a una jovencita de melena oscura que tan solo llevaba un fino camisón y tras ellos el tercero, con dos espadas en alto.
Celia había esperado que al verlos los hombres se sorprendieran o asustaran… Pero sonrieron.
-¡Ahora! –gritaron los tres hombres al unísono.
Y de pronto de las cuadras comenzaron a salir enormes hombres armados que se lanzaron contra ella y sus Hermanos.
Por unos instantes solo fue capaz de mirar. Sus Hermanos lanzaban diferentes conjuros a los atacantes mientras Grand, en su forma de león, se lanzaba a por los captores tratando de obligarles a soltar a la muchacha.
De pronto, una Hija del Hielo cayó a su lado con una gran herida sangrante en el pecho y por fin reaccionó.
Rogando que Grand estuviera demasiado distraído para darse cuenta, centró toda su atención en recoger el Poder del ambiente y concentrarlo en sus manos. En cuanto consideró que era suficiente lanzó un fuerte impulso de energía al hombre armado más cercano, que se desplomó inerte en el suelo.
Corrió a ayudar a un Hermano, que se estaba viendo hostigado por dos hombres pero, justo antes de poder lanzar un conjuro, uno de ellos le cortó la garganta con un rápido movimiento.
Ambos se giraron hacia ella. Uno cayó al instante con el conjuro que ya tenía preparado, pero el otro tuvo tiempo de lanzar un rápido tajo antes de que Celia le enviara una bola de fuego.
Chilló al notar el frío acero cortándole el brazo pero no perdió la concentración y se giró hacia otro atacante.



Se movía en círculos alrededor del último de los captores, que giraba a su ritmo manteniendo a la princesa, ya despierta, siempre delante como escudo.
Sus dos compañeros yacían en el suelo con el cuerpo destrozado por las enormes garras del león, que acariciaban el suelo, rojas de sangre.
Grand ignoraba la batalla que tenía lugar a sus espaldas, por él como si mataban a todos los hijos. Pero no podía irse de ahí y permitir que la princesita sufriera algún daño.
Volvió a moverse en torno al hombre, gruñendo y planteándose si debería cambiar de forma para poder atacarlo sin miedo de herir a la rehén. Tal y como estaba ahora no podía lanzarle un zarpazo sin dañarla a ella.
Entre el caos de la batalla creyó distinguir un chillido de Celia. Si sentía como esa maldita bruja caía, sintiéndolo mucho por la princesa, terminaría huyendo todo lo rápido que pudiera.

De pronto escuchó como alguien se acercaba por detrás y se giró con las fauces abiertas en un poderoso rugido.

miércoles, 3 de octubre de 2012

Las lágrimas de sangre (3)

Celia salió la última de la habitación para no sentir las miradas de los demás clavadas en su nuca.
Fue directa a las cocinas, donde le entregaron como cada día, un plato con escasa cantidad de un engrudo marrón y verde y le regalaron varias miradas de desprecio.
Mientras se dirigía a la habitación se iba poniendo nerviosa. Aún tras tantos años siguiera temiendo perder el control.
Antes de abrir la pesada puerta de madera se desató la fina cadenita de acero que llevaba en la muñeca derecha y la sostuvo con firmeza.
-Te traigo la cena –dijo en tono frio.
-Muchas gracias mi señora –el hombre se incorporó y la miró con esos ojos siempre cargados de tristeza. Tomo el plato con delicadeza y se sentó a comer en una maltrecha mesa junto a la puerta.
Celia se puso frente a él, centrando su Poder en la cadenita que estaba ligada al cambiaformas.
-No intentes nada.
Él sonrió apesadumbrado mientras miraba la cadena.
-Siempre la misma cantinela, ¿eh? No temas.
-Calla y come –dijo la joven con el ceño fruncido-. Puede que la Madre quiera verte pronto.
-¿Por qué?
-No tienes que saber porque. Solo tienes que obedecer.
El hombre la miró de un modo extraño y comenzó a comer.
Celia sintió algo removerse en su estómago. ¿Pena? ¿Remordimiento quizá? Miró fijamente a Grand. Era un hombre alto y espigado, con el pelo negro siempre revuelto y grandes ojos grisáceos, con un permanente aire triste. Intentó mirarlo con afecto, o incluso indiferencia, pero fue incapaz.
Le odiaba. Jamás le había hecho nada para ello, pero le odiaba.
Le ponía nerviosa pensar que en cualquier momento podía convertirse en la criatura o persona que deseara. Acarició la cadenita, eso siempre la hacía sentir segura. Además de eso estaba la actitud de sus Hermanos desde que se encargaba de él.
Recordaba que hacía cuatro años, cuando le habían traído de lo más profundo del desierto y la Madre la eligió como guardiana se sintió sumamente orgullosa, hasta que se percató de como los demás se distanciaban. Al principio creía que eran simples envidias, pero terminó dándose cuenta de que era miedo, miedo y repulsión.
Cuando terminó de comer le metió en su celda y se alejó del lugar todo lo rápido que podía sin ponerse a correr.

Se recostó en el fino colchón, casi tan hambriento como antes. Siempre estaba deseando una Encomendación, pues era las pocas veces en lo que podía ingerir algo más parecido a una comida de verdad.
Además las Encomendaciones solían durar algunos días y era un placer no tener que ver a Celia. Su boca torcida en gesto agrio y esos enormes ojos azules cargados de ira.
La mitad de las veces que la veía le habría desgarrado el cuello con sus dientes si no fuera por esa maldita cadenita.
Solo de imaginarla el terror le atenazaba las tripas. Todas las noches se prometía que un día arrancaría esos diminutos eslabones de los dedos inertes de la joven.
Justo cuando se había quedado dormido la joven le despertó al abrir la puerta.
-La Madre quiere verte –como siempre con la cadenita en la mano-. Vamos
Se levantó tambaleante por el sueño y la siguió hasta la habitación de las velas.
La vieja estaba recostada en los cojines, mirándole fijamente con esos enormes ojos que parecían todo pupila.
-Tengo una importante Encomendación para ti y Celia.
-Decidme Madre –se notaba la boca pastosa al hablar.
-Mañana iréis junto con otros Hijos a proteger a la princesa. Se la arrebataréis a sus captores y la devolverás a su marido sana y salva. Tendrás que defender a los Hijos de un número indeterminado de hombres armados, así que elige bien el aspecto, cambiaformas.
El hombre asintió. No era la primera vez que le ordenaban algo así, ni la primera vez que mataba por orden de los Hijos de las Lágrimas Heladas y, por supuesto, no sería la última.
-Celia, confío plenamente en ti para que le controles –giró su huesuda cabeza hacia la joven-. No pierdas ni un momento la concentración, pero si puedes ayudar con tu poder, hazlo.
Señaló con la mano unos pequeños asientos a su lado. Se sentaron obedientemente a esperar a los voluntarios para la Encomendación. Según la vieja los iba seleccionando, se sentaban junto a ellos.
Al final quedaron 3 Hijos y 2 Hijas del Hielo, además de Celia y él.
-Cambiante –dijo la vieja mirando a Grand-. Enséñales lo que puedes hacer.
Sin mirar a ninguno a la cara se levantó de la silla, se quitó la túnica y se transformó en un enorme león. Después en una gorda rata blanca y por último en la escuálida vieja.
Esa era la parte que más le gustaba de su demostración, ver en esos rostros orgullosos el miedo y la repulsión al mirarlo convertido en la persona que más admiraban. Casi podía oírlos pensar en como podría pasarse por cualquiera de ellos.
Volvió a su aspecto natural y se vistió con un rápido movimiento.
-Fantástico –dijo la vieja sonriendo-. El cambiaformas y Celia se encargaran de vuestra seguridad, vosotros os encargareis de proteger a la princesa –movió un dedo hacia la puerta y cerró los ojos-. Retiraos.
Grand se dirigió a su celda entre bostezos acompañado por la permanente presencia de Celia.
-Esta Encomendación es muy importante –le dijo mientras abría la puerta, clavándole esos ojos azules-, no se te ocurra desobedecerme o intentar escapar, porque si algo sale mal créeme, lo lamentaras