viernes, 20 de diciembre de 2013

Las Lágrimas de Sangre (12)

De pronto la posadera, alertada por los gritos de la niña, entró en la habitación.
Por un momento se quedó paralizada, observando a su hija tendida en el suelo. Se agachó muy despacio y la cogió en brazos, le tomó el pulso y le cerró los ojos, con la vista perdida. Entonces pestañeo, volvió a mirar a la niña y lanzó el alarido más desgarrador que Celia había oído jamás.
La bruja estaba paralizada, horrorizada por lo que había hecho. Miraba a la mujer que se aferraba desesperada al cuerpo de la niña, sintiendo la sangre espesarse en sus venas.
Unos ruidos de pasos la despertaron de su ensimismamiento. Entraron tres hombres en la habitación, que observaron la escena desconcertados.
-Es una bruja –dijo la mujer entre sollozos, mirándola con un odio y desprecio infinitos-. Es una bruja –repitió,
Los hombres reaccionaron al instante y se lanzaron a por ella. Celia soltó la toalla con la que se cubría y les lanzó un impulso de energía, no tan fuerte esta vez. Los tres campesinos cayeron al suelo y ella aprovechó ese instante para salir corriendo escaleras abajo.
-¡Cogedla! –gritaba una voz tras ella-. Que alguien coja las cadenas del cobertizo.
Consiguió llegar al exterior y allí se topó con Grand.

Respiraba agitado pues había corrido con todas sus fuerzas. Se paró en seco al ver salir a Celia de la posada, desnuda y con el pelo empapado.
Justo tras ella apareció un hombre fornido que, con la cara desencajada por la ira, se lanzó hacia ella y le dio un fuerte puñetazo en el costado.
Vio a la bruja caer al suelo ahogando un chillido. El campesino comenzó a patearla y, al darse cuenta de que aún no se había percatado de su presencia, Grand se escabulló y se ocultó entre dos casas.
El hombre seguía pateando a la muchacha que estaba inconsciente en el suelo, cuando otros dos campesinos salieron de la posada, corrieron hacia un cobertizo y volvieron con unas pesadas cadenas.
El cambiaformas agudizó la vista y se dio cuenta de que tenían runas grabadas. El labriego más fornido, apartándose el sudoroso pelo de la cara, dejó de patear el inerte cuerpo de la joven y ayudó a sus compañeros a ponerle los grilletes.
La arrastraron hasta el pozo y agarraron allí las cadenas, dejándola inconsciente y desnuda.
-Nos darán un buena recompensa por ella –exclamó divertido el más joven de los tres.
-¡No! –dijo con voz ronca la posadera, que se acercaba con el cuerpo de su hija aún en brazos-. No la vamos a entregar. Nosotros la juzgaremos y nosotros impondremos el castigo. Ha matado a mi hijita y por todos los dioses de Gayela que pagará por ello.
-¿Pero no iba con un soldado? –preguntó aún jadeante el que la había estado pateando.
-¿Te crees que era un soldado? –el más joven soltó una carcajada-. Harry por favor… sería un brujo disfrazado. Por cierto, ¿dónde está?
-Salió esta mañana muy temprano –la posadera dejó a la niña con mimo en el suelo-. Organizad una partida para cogerle –miró a Celia, que seguía inconsciente, con profundo desprecio-. Esta noche los quemaremos a los dos.
Grand sintió un terrible escalofrío recorrer su espalda y en completo silencio comenzó a alejarse. Se quitó las ropas y se convirtió en un pequeño ratón de campo. Corrió alejándose del pueblo hasta que las fuerzas le abandonaron.
La cabeza le daba vueltas y recuperó su forma humana. Su instinto de supervivencia le instaba a seguir corriendo, olvidarse de Celia, de la hermandad y de ese pueblo. Una parte de él estaba totalmente convencida de que esa bruja se merecía sobradamente morir en la hoguera. ¡Había matado a una niña!
Pero su honor le impedía continuar la marcha. Le había dado su palabra a esa maldita hechicera. Y si ya ni su palabra tenía valor, ¿qué le quedaba?
Se tumbó en la seca hierba con un suspiro, tratando de tomar una determinación.

Unos gritos ininteligibles  y amortiguados llegaron a sus oídos. Abrió los ojos pero era incapaz de enfocar la vista. Solo veía una cegadora luz naranja y todo le daba vueltas.
-¡Despierta bruja! –gritó alguien antes de que sintiera un zarandeo.
Se incorporó un poco. La cabeza le daba vueltas y sentía un dolor palpitante. Tenía mucho frio y le ardían las muñecas y los tobillos. Poco a poco consiguió enfocar la vista y lo que vio le heló la sangre en las venas.
Estaba tirada en el suelo desnuda, con gruesos grilletes cubiertos de runas cerrados en torno a sus manos y pies. Una pequeña multitud la rodeaba, vociferante y mirándola con odio. Y justo frente a ella había una gran pira sin encender.
Cada aldeano llevaba una antorcha en la mano y toda la plaza estaba bañada de un resplandor anaranjado.
Intentó gritar pero la voz se le había bloqueado en la garganta y solo era capaz de mirar a la montaña de leña con ojos desorbitados.
-Traedla aquí –habló un hombre bastante anciano. Estaba sentado en un atril al lado de la pira, junto a la posadera a la que acariciaba un brazo en actitud consoladora.
Unos campesinos dejaron sus antorchas y la arrastraron de las cadenas.
-¡No por favor! –gritaba Celia, por fin recuperada la voz y desesperada-. ¡Dejadme! ¡Soltadme! –lágrimas de terror se deslizaban por sus mejillas.
Forcejeó con todas sus fuerzas pero era inútil, las runas de las cadenas drenaban sus energías y no pudo hacer nada para evitar que la ataran al poste sobre el montón de leña.
-Has sido acusada de brujería de sangre y asesinato –dijo el anciano sin mirarla a los ojos-. El castigo para esos delitos es la muerte. ¿Tienes unas últimas palabras?
Celia no contestó. Miraba aterrada a la multitud en busca de cambiaformas. No podía haberla abandonado. ¡No podía! Tenían un trato.
Desesperada trató de llegar a la cadenita de su muñeca pero con las manos atadas a la espalda le era imposible.
-Quemadla –dijo la posadera con voz fría e impersonal, a lo que el anciano asintió.
Los aldeanos, chillando de júbilo, comenzaron a lanzar sus antorchas a la pira. El fuego creció rápidamente y la piel desnuda de Celia sintió el calor acercándose. El crepitar de la madera al arder le parecía ensordecedor y el pánico se apoderó de ella. Comenzó a forcejear y a chillar, desesperada. No podía morir, no podía. Todas las esperanzas de la Hermandad recaían sobre ella.
Las llamas crecieron más y siguió mirando hacia el gentío con ojos suplicantes, sin perder la esperanza de ver a Grand en cualquier momento.
De pronto un alarido surgió de su garganta. Las llamas habían alcanzado sus pues y el dolor más horrible que había sentido jamás la atenazada, mientras un nauseabundo olor a carne quemada llegaba a su nariz.

Y sin fuerzas ni esperanzas e incapaz de soportarlo más, se desmayó.