De pronto la posadera, alertada por los gritos
de la niña, entró en la habitación.
Por un momento se quedó paralizada, observando a
su hija tendida en el suelo. Se agachó muy despacio y la cogió en brazos, le
tomó el pulso y le cerró los ojos, con la vista perdida. Entonces pestañeo,
volvió a mirar a la niña y lanzó el alarido más desgarrador que Celia había
oído jamás.
La bruja estaba paralizada, horrorizada por lo
que había hecho. Miraba a la mujer que se aferraba desesperada al cuerpo de la
niña, sintiendo la sangre espesarse en sus venas.
Unos ruidos de pasos la despertaron de su
ensimismamiento. Entraron tres hombres en la habitación, que observaron la
escena desconcertados.
-Es una bruja –dijo la mujer entre sollozos,
mirándola con un odio y desprecio infinitos-. Es una bruja –repitió,
Los hombres reaccionaron al instante y se
lanzaron a por ella. Celia soltó la toalla con la que se cubría y les lanzó un
impulso de energía, no tan fuerte esta vez. Los tres campesinos cayeron al
suelo y ella aprovechó ese instante para salir corriendo escaleras abajo.
-¡Cogedla! –gritaba una voz tras ella-. Que
alguien coja las cadenas del cobertizo.
Consiguió llegar al exterior y allí se topó con
Grand.
Respiraba agitado pues había corrido con todas
sus fuerzas. Se paró en seco al ver salir a Celia de la posada, desnuda y con
el pelo empapado.
Justo tras ella apareció un hombre fornido que,
con la cara desencajada por la ira, se lanzó hacia ella y le dio un fuerte
puñetazo en el costado.
Vio a la bruja caer al suelo ahogando un
chillido. El campesino comenzó a patearla y, al darse cuenta de que aún no se
había percatado de su presencia, Grand se escabulló y se ocultó entre dos
casas.
El hombre seguía pateando a la muchacha que
estaba inconsciente en el suelo, cuando otros dos campesinos salieron de la
posada, corrieron hacia un cobertizo y volvieron con unas pesadas cadenas.
El cambiaformas agudizó la vista y se dio cuenta
de que tenían runas grabadas. El labriego más fornido, apartándose el sudoroso
pelo de la cara, dejó de patear el inerte cuerpo de la joven y ayudó a sus
compañeros a ponerle los grilletes.
La arrastraron hasta el pozo y agarraron allí
las cadenas, dejándola inconsciente y desnuda.
-Nos darán un buena recompensa por ella –exclamó
divertido el más joven de los tres.
-¡No! –dijo con voz ronca la posadera, que se
acercaba con el cuerpo de su hija aún en brazos-. No la vamos a entregar.
Nosotros la juzgaremos y nosotros impondremos el castigo. Ha matado a mi hijita
y por todos los dioses de Gayela que pagará por ello.
-¿Pero no iba con un soldado? –preguntó aún
jadeante el que la había estado pateando.
-¿Te crees que era un soldado? –el más joven
soltó una carcajada-. Harry por favor… sería un brujo disfrazado. Por cierto,
¿dónde está?
-Salió esta mañana muy temprano –la posadera
dejó a la niña con mimo en el suelo-. Organizad una partida para cogerle –miró
a Celia, que seguía inconsciente, con profundo desprecio-. Esta noche los
quemaremos a los dos.
Grand sintió un terrible escalofrío recorrer su
espalda y en completo silencio comenzó a alejarse. Se quitó las ropas y se
convirtió en un pequeño ratón de campo. Corrió alejándose del pueblo hasta que
las fuerzas le abandonaron.
La cabeza le daba vueltas y recuperó su forma
humana. Su instinto de supervivencia le instaba a seguir corriendo, olvidarse
de Celia, de la hermandad y de ese pueblo. Una parte de él estaba totalmente
convencida de que esa bruja se merecía sobradamente morir en la hoguera. ¡Había
matado a una niña!
Pero su honor le impedía continuar la marcha. Le
había dado su palabra a esa maldita hechicera. Y si ya ni su palabra tenía
valor, ¿qué le quedaba?
Se tumbó en la seca hierba con un suspiro,
tratando de tomar una determinación.
Unos gritos ininteligibles y amortiguados llegaron a sus oídos. Abrió
los ojos pero era incapaz de enfocar la vista. Solo veía una cegadora luz
naranja y todo le daba vueltas.
-¡Despierta bruja! –gritó alguien antes de que
sintiera un zarandeo.
Se incorporó un poco. La cabeza le daba vueltas
y sentía un dolor palpitante. Tenía mucho frio y le ardían las muñecas y los
tobillos. Poco a poco consiguió enfocar la vista y lo que vio le heló la sangre
en las venas.
Estaba tirada en el suelo desnuda, con gruesos
grilletes cubiertos de runas cerrados en torno a sus manos y pies. Una pequeña
multitud la rodeaba, vociferante y mirándola con odio. Y justo frente a ella
había una gran pira sin encender.
Cada aldeano llevaba una antorcha en la mano y
toda la plaza estaba bañada de un resplandor anaranjado.
Intentó gritar pero la voz se le había bloqueado
en la garganta y solo era capaz de mirar a la montaña de leña con ojos
desorbitados.
-Traedla aquí –habló un hombre bastante anciano.
Estaba sentado en un atril al lado de la pira, junto a la posadera a la que
acariciaba un brazo en actitud consoladora.
Unos campesinos dejaron sus antorchas y la
arrastraron de las cadenas.
-¡No por favor! –gritaba Celia, por fin
recuperada la voz y desesperada-. ¡Dejadme! ¡Soltadme! –lágrimas de terror se
deslizaban por sus mejillas.
Forcejeó con todas sus fuerzas pero era inútil,
las runas de las cadenas drenaban sus energías y no pudo hacer nada para evitar
que la ataran al poste sobre el montón de leña.
-Has sido acusada de brujería de sangre y
asesinato –dijo el anciano sin mirarla a los ojos-. El castigo para esos
delitos es la muerte. ¿Tienes unas últimas palabras?
Celia no contestó. Miraba aterrada a la multitud
en busca de cambiaformas. No podía haberla abandonado. ¡No podía! Tenían un
trato.
Desesperada trató de llegar a la cadenita de su
muñeca pero con las manos atadas a la espalda le era imposible.
-Quemadla –dijo la posadera con voz fría e
impersonal, a lo que el anciano asintió.
Los aldeanos, chillando de júbilo, comenzaron a
lanzar sus antorchas a la pira. El fuego creció rápidamente y la piel desnuda
de Celia sintió el calor acercándose. El crepitar de la madera al arder le
parecía ensordecedor y el pánico se apoderó de ella. Comenzó a forcejear y a
chillar, desesperada. No podía morir, no podía. Todas las esperanzas de la
Hermandad recaían sobre ella.
Las llamas crecieron más y siguió mirando hacia
el gentío con ojos suplicantes, sin perder la esperanza de ver a Grand en
cualquier momento.
De pronto un alarido surgió de su garganta. Las
llamas habían alcanzado sus pues y el dolor más horrible que había sentido
jamás la atenazada, mientras un nauseabundo olor a carne quemada llegaba a su
nariz.
Y sin fuerzas ni esperanzas e incapaz de
soportarlo más, se desmayó.
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