lunes, 5 de noviembre de 2012

Las lágrimas de sangre (5)

Eran dos hombres. Uno con dos espadas y el otro con un gran mandoble.
Saltó y al primero le arrancó la cabeza de un bocado, sintiendo como el metálico sabor de la sangre le inundaba la boca.
Al segundo le arrancó la espada de las manos de un zarpazo. Gritó al sentir las garras desgarrándole la piel y salió corriendo sin siquiera mirar a sus compañeros.
Grand giró sobre si mismo para volver a encararse con el secuestrador, que ahora corría con la chica al hombro, dándole la espalda.
El enorme león saltó tras él y, al verse perseguido por el animal y sin tener ya un escudo humano el bandido fue presa del pánico. Lanzó a la muchacha a un lado y corrió con todas sus fuerzas.
Pero Grand le atrapó y de un solo movimiento le abrió la espalda con sus garras. Sin detenerse a comprobar si estaba muerto, volvió sobre sus pasos para ayudar a la princesa.
Había caído de frente y, con cuidado, la giró con una pata para comprobar como se encontraba. <<Mierda>> pensó al ver la cara de la joven. Su cabeza había chocado con una roca del camino, abriéndole el cráneo como si fuera una fruta madura. <<Oh, mierda>>
De pronto el ruido de la batalla pareció incrementarse y el cambiaformas, tras dudar unos instantes, corrió a ver qué ocurría.



Celia vio caer a otra Hermana junto a ella. Miró alrededor y comprobó que solo quedaban ella y algunos bandidos. Justo cuando se daba por perdida aparecieron los guardias del palacio, captando la atención de los bandidos.
Hasta ese momento ni siquiera se había acordado de ellos, pero ahora caía en la cuenta, ¿dónde diablos habían estado? Era imposible que no hubieran oído el ruido de la pelea.
Sacudió la cabeza. Ahora solo debía preocuparse por su deber.
Corrió hacia donde se encontraba la trampilla, pero solo vio los cadáveres de dos secuestradores destrozados. Conteniendo la respiración apretó firmemente la cadenita, que milagrosamente no había soltado durante la refriega.
-¡Maldita sea!- exclamó
Pero justo cuando comenzaba a acumular Poder para localizarlo, el gran león blanco apareció frente a ella.
-¿Dónde está la princesa? –preguntó con un hilo de voz, tratando de sonar firme.
-Muerta –dijo el cambiaformas con voz ronca, señalando con una zarpa hacia un cuerpo que yacía unos metros más allá.
-¡¿Qué has hecho?! –gritó la bruja corriendo hacia el cadáver. Al ver su cabeza destrozada se echó a llorar-. ¿Qué has hecho?
-No fui yo –contestó Grand, ahora con forma humana-. Ese estúpido la tiró mientras trataba de escapar.
La refriega, a lo lejos, pareció acallarse y unos guardias se dirigieron hacia ellos.
-¡Alto ahí! –gritó uno de ellos.
-Soy enviada de los Hijos de las Lágrimas –dijo Celia con voz temblorosa, señalando el broche en forma de copo de nieve que le sujetaba la capa.
-¿Y a mi qué? –respondió el guardia-. Has perturbado la paz del rey y quedas arres… -en ese momento sus ojos se posaron en el cuerpo inerte a los pies de Celia-. ¡Guardias! ¡Guardias! ¡Han matado a la princesa!
Y sin más desenfundó la espada y se dirigió hacia ellos.
Celia estaba aterrada. Si salía huyendo parecería culpable pero si se dejaba arrestar la condenarían con toda seguridad.
Otros guardias se unieron al primero, con las armas desenfundadas y se produjo una ligera confusión mientras se ponían al tanto de lo ocurrido.
-Matad al hombre –bramó el primer guardia-. Lo entregaremos al rey como culpable. Coged a la chica y llevadla a las mazmorras de magos. Pasaremos un buen rato con ella mientras deciden su destino.



La mente de Grand era un caos. Miraba a los guardas y a la mujer tratando de decidir que hacer.
Podría convertirse en ratón, escabullirse y dejar a la bruja a su suerte. Esa idea tenía un sabor tan dulce que era casi irresistible.
Pero, por otro lado, no podía dejar a la joven con esos animales. No es que no le deseara la muerte,  aunque solo fuera para librarse de la maldita cadenita, pero lo que le esperaba en esas mazmorras podía ser mucho peor que la muerte.
Arrepintiéndose incluso antes de hacerlo, se transformó en un enorme lagarto del desierto, uno de los animales más rápidos de Gayela, y se lanzó hacia los soldados escupiendo veneno.
-Sube –le gruñó a Celia.
Ella pareció vacilar unos segundos pero finalmente montó y Grand se lanzó a la carrera, dejando tras ellos a los guardas gritando de dolor a causa del veneno.
Corrió todo lo que pudo a través de las callejuelas, esquivando a los asombrados transeúntes, hasta que finalmente llegaron a las grandes puertas de la mansión de La Hermandad.
Una vez dentro Grand volvió a su forma natural y se cubrió con una túnica cualquiera de las que había junto a la puerta.
-¿Qué ha ocurrido? –preguntó a la bruja entre jadeos-. ¿Cómo sabían los secuestradores que estaríamos allí?
-No lo se –respondió Celia, blanca como la cal-. Alguien nos ha traicionado, alguien les ha informado.
-¿Quién? ¿Y los guardas? ¿Por qué tardaron tanto en aparecer?
-No lo se, ¡no lo se! –gritó la joven derrumbándose en una silla-. Tenemos que informar a la Madre de que hemos fallado. Debe… debe hablar con el rey, decirle que nosotros no tenemos nada que ver con la muerte de la princesa.
Grand estaba aterrado. Sí el rey creía que los culpables de la muerte de la chiquilla eran los Hijos del Frio correría la sangre. Y la primera en correr sería la suya, con toda seguridad.
Por un instante estuvo a punto de salir corriendo. Pero entonces fijó su vista en Celia que, pese a estar desecha en sollozos sobre una silla, seguía manteniendo firmemente sujeta la maldita cadena.



Celia se balaceó adelante y atrás, meditando sobre cómo le diría todo eso a la Madre. Porque tenía que decírselo, tenía que contarle que había un infiltrado, que la princesita había muerto y que los hombres del rey les habían visto junto al cadáver.
¿Caería la ira del rey sobre ellos? ¿La de ambos reyes? ¿Pedirían solo su cabeza o también la de los demás hermanos?
Pensar en que por su culpa podía ser destruida toda la Hermandad e incluso desencadenarse una guerra hacía que sintiera ganas de arrancarse el corazón del pecho.
¡No! ¡Su culpa no! La culpa era del traidor que había informado a los bandidos. La culpa era de los guardias que había acudido tarde ante el ruido de la refriega. Ella había hecho todo lo posible, sí, no podía haber hecho nada más. No era culpa suya.
Aferrándose a esos pensamientos tomó aire y se dirigió a las habitaciones de la Madre.
Mientras recorría los corredores pudo ver como la Hermandad iba despertando. Los Hijos comenzaban sus labores diarias completamente ajenos a todo. Algunos la miraban con curiosidad. Querían saber cómo había resultado todo, pero estaba terminantemente prohibido preguntar acerca de una Encomendación.
Por fin llegó a la puerta de la Madre y, cuando alzó los nudillos para llamar, sintió como su valor volvía a flaquear.
-¿Piensas llamar o no? –pregunto alguien tras de si.
Celia dio un respingo y se volvió, pero solo era el cambiaformas. Estaba tan sumida en sus pensamientos que se había olvidado por completo de Grand.
Un regusto amargo le subió por la garganta mientras acariciaba la cadenita. <<Estúpida>> ¿Cómo podía haberse olvidado de él? Con Grand debía estar siempre alerta, siempre preparada. Si él se hubiera percatado podría haber huido sin que siquiera se diera cuenta. Y de eso sí que no tendría a nadie a quien echarle la culpa.
Tomó aire profundamente y llamó a la puerta con decisión. Esta se abrió suavemente, mostrándole la habitación iluminada por cientos de velas.
Sin poder contener las lágrimas corrió y se arrodilló frente al trono de madera.
-Madre, lo siento –trató de que su voz sonara clara entre los incontrolables sollozos-. Hice todo lo posible pero… pero… -no sabía como decirlo-. La princesa ha muerto –consiguió soltar sin más-. Durante la refriega… La dejaron caer y… y… su cráneo…
La anciana se había puesto completamente pálida y un rictus de terror le tensaba los labios.

-¿Cómo has permitido que ocurra eso? –vociferó.

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