Eran dos hombres. Uno con dos espadas y el otro
con un gran mandoble.
Saltó y al primero le arrancó la cabeza de un
bocado, sintiendo como el metálico sabor de la sangre le inundaba la boca.
Al segundo le arrancó la espada de las manos de
un zarpazo. Gritó al sentir las garras desgarrándole la piel y salió corriendo
sin siquiera mirar a sus compañeros.
Grand giró sobre si mismo para volver a
encararse con el secuestrador, que ahora corría con la chica al hombro, dándole
la espalda.
El enorme león saltó tras él y, al verse
perseguido por el animal y sin tener ya un escudo humano el bandido fue presa
del pánico. Lanzó a la muchacha a un lado y corrió con todas sus fuerzas.
Pero Grand le atrapó y de un solo movimiento le
abrió la espalda con sus garras. Sin detenerse a comprobar si estaba muerto,
volvió sobre sus pasos para ayudar a la princesa.
Había caído de frente y, con cuidado, la giró
con una pata para comprobar como se encontraba. <<Mierda>> pensó al
ver la cara de la joven. Su cabeza había chocado con una roca del camino,
abriéndole el cráneo como si fuera una fruta madura. <<Oh, mierda>>
De pronto el ruido de la batalla pareció
incrementarse y el cambiaformas, tras dudar unos instantes, corrió a ver qué
ocurría.
Celia vio caer a otra Hermana junto a ella. Miró
alrededor y comprobó que solo quedaban ella y algunos bandidos. Justo cuando se
daba por perdida aparecieron los guardias del palacio, captando la atención de
los bandidos.
Hasta ese momento ni siquiera se había acordado
de ellos, pero ahora caía en la cuenta, ¿dónde diablos habían estado? Era imposible
que no hubieran oído el ruido de la pelea.
Sacudió la cabeza. Ahora solo debía preocuparse
por su deber.
Corrió hacia donde se encontraba la trampilla,
pero solo vio los cadáveres de dos secuestradores destrozados. Conteniendo la
respiración apretó firmemente la cadenita, que milagrosamente no había soltado
durante la refriega.
-¡Maldita sea!- exclamó
Pero justo cuando comenzaba a acumular Poder
para localizarlo, el gran león blanco apareció frente a ella.
-¿Dónde está la princesa? –preguntó con un hilo
de voz, tratando de sonar firme.
-Muerta –dijo el cambiaformas con voz ronca,
señalando con una zarpa hacia un cuerpo que yacía unos metros más allá.
-¡¿Qué has hecho?! –gritó la bruja corriendo
hacia el cadáver. Al ver su cabeza destrozada se echó a llorar-. ¿Qué has
hecho?
-No fui yo –contestó Grand, ahora con forma
humana-. Ese estúpido la tiró mientras trataba de escapar.
La refriega, a lo lejos, pareció acallarse y
unos guardias se dirigieron hacia ellos.
-¡Alto ahí! –gritó uno de ellos.
-Soy enviada de los Hijos de las Lágrimas –dijo
Celia con voz temblorosa, señalando el broche en forma de copo de nieve que le
sujetaba la capa.
-¿Y a mi qué? –respondió el guardia-. Has
perturbado la paz del rey y quedas arres… -en ese momento sus ojos se posaron
en el cuerpo inerte a los pies de Celia-. ¡Guardias! ¡Guardias! ¡Han matado a
la princesa!
Y sin más desenfundó la espada y se dirigió
hacia ellos.
Celia estaba aterrada. Si salía huyendo
parecería culpable pero si se dejaba arrestar la condenarían con toda
seguridad.
Otros guardias se unieron al primero, con las
armas desenfundadas y se produjo una ligera confusión mientras se ponían al
tanto de lo ocurrido.
-Matad al hombre –bramó el primer guardia-. Lo
entregaremos al rey como culpable. Coged a la chica y llevadla a las mazmorras
de magos. Pasaremos un buen rato con ella mientras deciden su destino.
La mente de Grand era un caos. Miraba a los
guardas y a la mujer tratando de decidir que hacer.
Podría convertirse en ratón, escabullirse y
dejar a la bruja a su suerte. Esa idea tenía un sabor tan dulce que era casi
irresistible.
Pero, por otro lado, no podía dejar a la joven
con esos animales. No es que no le deseara la muerte, aunque solo fuera
para librarse de la maldita cadenita, pero lo que le esperaba en esas mazmorras
podía ser mucho peor que la muerte.
Arrepintiéndose incluso antes de hacerlo, se
transformó en un enorme lagarto del desierto, uno de los animales más rápidos
de Gayela, y se lanzó hacia los soldados escupiendo veneno.
-Sube –le gruñó a Celia.
Ella pareció vacilar unos segundos pero
finalmente montó y Grand se lanzó a la carrera, dejando tras ellos a los
guardas gritando de dolor a causa del veneno.
Corrió todo lo que pudo a través de las
callejuelas, esquivando a los asombrados transeúntes, hasta que finalmente
llegaron a las grandes puertas de la mansión de La Hermandad.
Una vez dentro Grand volvió a su forma natural y
se cubrió con una túnica cualquiera de las que había junto a la puerta.
-¿Qué ha ocurrido? –preguntó a la bruja entre
jadeos-. ¿Cómo sabían los secuestradores que estaríamos allí?
-No lo se –respondió Celia, blanca como la cal-.
Alguien nos ha traicionado, alguien les ha informado.
-¿Quién? ¿Y los guardas? ¿Por qué tardaron tanto
en aparecer?
-No lo se, ¡no lo se! –gritó la joven
derrumbándose en una silla-. Tenemos que informar a la Madre de que hemos
fallado. Debe… debe hablar con el rey, decirle que nosotros no tenemos nada que
ver con la muerte de la princesa.
Grand estaba aterrado. Sí el rey creía que los
culpables de la muerte de la chiquilla eran los Hijos del Frio correría la
sangre. Y la primera en correr sería la suya, con toda seguridad.
Por un instante estuvo a punto de salir
corriendo. Pero entonces fijó su vista en Celia que, pese a estar desecha en
sollozos sobre una silla, seguía manteniendo firmemente sujeta la maldita
cadena.
Celia se balaceó adelante y atrás, meditando
sobre cómo le diría todo eso a la Madre. Porque tenía que decírselo, tenía que
contarle que había un infiltrado, que la princesita había muerto y que los
hombres del rey les habían visto junto al cadáver.
¿Caería la ira del rey sobre ellos? ¿La de ambos
reyes? ¿Pedirían solo su cabeza o también la de los demás hermanos?
Pensar en que por su culpa podía ser destruida
toda la Hermandad e incluso desencadenarse una guerra hacía que sintiera ganas
de arrancarse el corazón del pecho.
¡No! ¡Su culpa no! La culpa era del traidor que
había informado a los bandidos. La culpa era de los guardias que había acudido
tarde ante el ruido de la refriega. Ella había hecho todo lo posible, sí, no
podía haber hecho nada más. No era culpa suya.
Aferrándose a esos pensamientos tomó aire y se
dirigió a las habitaciones de la Madre.
Mientras recorría los corredores pudo ver como
la Hermandad iba despertando. Los Hijos comenzaban sus labores diarias
completamente ajenos a todo. Algunos la miraban con curiosidad. Querían saber cómo
había resultado todo, pero estaba terminantemente prohibido preguntar acerca de
una Encomendación.
Por fin llegó a la puerta de la Madre y, cuando
alzó los nudillos para llamar, sintió como su valor volvía a flaquear.
-¿Piensas llamar o no? –pregunto alguien tras de
si.
Celia dio un respingo y se volvió, pero solo era
el cambiaformas. Estaba tan sumida en sus pensamientos que se había olvidado
por completo de Grand.
Un regusto amargo le subió por la garganta
mientras acariciaba la cadenita. <<Estúpida>> ¿Cómo podía haberse
olvidado de él? Con Grand debía estar siempre alerta, siempre preparada. Si él se hubiera percatado
podría haber huido sin que siquiera se diera cuenta. Y de eso sí que no tendría
a nadie a quien echarle la culpa.
Tomó aire profundamente y llamó a la puerta con
decisión. Esta se abrió suavemente, mostrándole la habitación iluminada por
cientos de velas.
Sin poder contener las lágrimas corrió y se
arrodilló frente al trono de madera.
-Madre, lo siento –trató de que su voz sonara
clara entre los incontrolables sollozos-. Hice todo lo posible pero… pero… -no
sabía como decirlo-. La princesa ha muerto –consiguió soltar sin más-. Durante
la refriega… La dejaron caer y… y… su cráneo…
La anciana se había puesto completamente pálida
y un rictus de terror le tensaba los labios.
-¿Cómo has permitido que ocurra eso? –vociferó.
No hay comentarios:
Publicar un comentario