miércoles, 26 de diciembre de 2012

Las lágrimas de sangre (6)


Celia se encogió ante la fuerza de su voz.
-Yo… yo… -tartamudeo-. ¡Nos traicionaron Madre! ¡Alguien avisó a los bandidos! Y los guardias. Los guardias no acudieron ante el ruido de la batalla. Cuando llegaron, mis Hermanos ya habían muerto, al igual que la princesa.
-Cuéntame todo, con detalle, exactamente como sucedió –susurró la Madre, inclinándose hacia delante, con los ojos llameantes de ira.
Y Celia le relató hasta el más mínimo detalle de lo sucedido esa madrugada.



Grand escuchaba la conversación atentamente, casi sin respirar. Tenía la certeza de que toda la culpa recaería sobre él. Al fin y al cabo, si no hubiera perseguido al secuestrador, este no habría tirado a la princesa.
Era consciente de que, cada pocas frases de Celia, la vieja dirigía su mirada hacia él.
Cuando la joven bruja terminó de relatarlo todo, la Madre habló en un quedo susurro, mucho más bajo y lastimero del habitual.
-Ya habrán informado de todo al rey, seguro. Si nuestro infiltrado tiene amigos en la corte ya habrá decidido mandar a sus soldados a por nosotros. Si es así correrá la sangre y nos culpará sin pararse a oír nuestras explicaciones.
>>Si no es así aún estará decidiendo que hacer, buscándole otra explicación, pues se que el rey confía en nosotros. Pero no pasará demasiado hasta que nuestros enemigos del consejo envenenen sus oídos en nuestra contra. En ese caso puede que solo nos detenga, y nos de un juicio justo, que incluso atienda a la verdad.
>>Pero no podemos arriesgarnos a que sea la segunda opción. No podemos luchar si envía soldados, debemos entregarnos. Pero vosotros no. Pase lo que pase querrá vuestras cabezas ante todo, y sois demasiado valiosos. Sobre vosotros recaerá la responsabilidad de encontrar al traidor, de limpiar el nombre de los Hijos de las Lágrimas Heladas, de encontrar pruebas de quien organizó el secuestro y de vengar la muerte de la princesa.
Celia fue a decir algo pero la madre la calló alzando un dedo
-Mientras llegan los soldados trataré de poner a todos los hijos a salvo, pero los que quedemos nos entregaremos pacíficamente.
>>El traidor probablemente no esté aquí cuando vengan por nosotros. Él tendrá el favor del rey por haberle informado. Pero no es del rey Howard de quien quiere el favor, sino de su hermano Trandos. Tenedlo presente mientras investigáis, pues muchos Hijos débiles trataran de mentir al rey para librarse de las consecuencias de esta muerte.
-¿Tu también te entregarás a los hombres del rey? –preguntó Grand, sorprendido.
-Si hay alguien con una mínima posibilidad de hacer entrar a su majestad en razón soy yo. Confía en mi, si el traidor no está en la corte, atenderá a razones.
>>Y Grand, se que tus instintos te pedirán huir –dijo, dedicándole una siniestra sonrisa en la que mostraba todos sus dientes puntiagudos-, pero recuerda que los guardas vieron a un cambiaformas, y eres el único del que se sabe en todo el reino. Si escapas tendrás, no solo a nuestro rey, sino también al padre de la princesita buscándote por cada rincón de cada continente de Gayela. Y tú no tendrás a nadie que te defienda, te proteja, o te oculte.
>>En cambio, si ayudas a limpiar nuestro nombre, tú y Celia os protegeréis mutuamente, y con nuestros amigos siempre tendrás donde resguardarte. Y, te doy mi palabra de que cuando el traidor sea desenmascarado y los Hijos de las Lágrimas Heladas estén fuera de sospecha, te liberaremos de tu obligación de servirnos por tu condición de cambiante –dicho esto se llevó el índice al anular, gesto de juramento sagrado entre los Hijos del Hielo-. Celia, quedas como testigo de mi solemne promesa al cambiaformas Grand.
>>Ahora, coged lo imprescindible y huid. Buscad a nuestros amigos de las afueras de la ciudad. Explicadles lo sucedido, y por favor, descubrir al traidor.
Sin añadir nada más se levantó del trono y cruzó tambaleante la habitación. Grand se sorprendió de que pareciese aún más pequeña y enjuta de pie.
De pronto Celia, por primera vez desde que la conocía, puso una mano en su hombro y, con voz queda, preguntó:
-¿Me ayudarás?
Grand se detuvo a pensar en lo que había dicho la madre. En los hombres del rey buscándole, tener que huir para siempre como un animal, temer cada mañana si ese día le encontrarían… y en la promesa de libertad. Y en la cadenita, en los pequeños eslabones que la bruja seguía sujetando. ¿Acaso tenía opción?

Asintió con la cabeza

lunes, 5 de noviembre de 2012

Las lágrimas de sangre (5)

Eran dos hombres. Uno con dos espadas y el otro con un gran mandoble.
Saltó y al primero le arrancó la cabeza de un bocado, sintiendo como el metálico sabor de la sangre le inundaba la boca.
Al segundo le arrancó la espada de las manos de un zarpazo. Gritó al sentir las garras desgarrándole la piel y salió corriendo sin siquiera mirar a sus compañeros.
Grand giró sobre si mismo para volver a encararse con el secuestrador, que ahora corría con la chica al hombro, dándole la espalda.
El enorme león saltó tras él y, al verse perseguido por el animal y sin tener ya un escudo humano el bandido fue presa del pánico. Lanzó a la muchacha a un lado y corrió con todas sus fuerzas.
Pero Grand le atrapó y de un solo movimiento le abrió la espalda con sus garras. Sin detenerse a comprobar si estaba muerto, volvió sobre sus pasos para ayudar a la princesa.
Había caído de frente y, con cuidado, la giró con una pata para comprobar como se encontraba. <<Mierda>> pensó al ver la cara de la joven. Su cabeza había chocado con una roca del camino, abriéndole el cráneo como si fuera una fruta madura. <<Oh, mierda>>
De pronto el ruido de la batalla pareció incrementarse y el cambiaformas, tras dudar unos instantes, corrió a ver qué ocurría.



Celia vio caer a otra Hermana junto a ella. Miró alrededor y comprobó que solo quedaban ella y algunos bandidos. Justo cuando se daba por perdida aparecieron los guardias del palacio, captando la atención de los bandidos.
Hasta ese momento ni siquiera se había acordado de ellos, pero ahora caía en la cuenta, ¿dónde diablos habían estado? Era imposible que no hubieran oído el ruido de la pelea.
Sacudió la cabeza. Ahora solo debía preocuparse por su deber.
Corrió hacia donde se encontraba la trampilla, pero solo vio los cadáveres de dos secuestradores destrozados. Conteniendo la respiración apretó firmemente la cadenita, que milagrosamente no había soltado durante la refriega.
-¡Maldita sea!- exclamó
Pero justo cuando comenzaba a acumular Poder para localizarlo, el gran león blanco apareció frente a ella.
-¿Dónde está la princesa? –preguntó con un hilo de voz, tratando de sonar firme.
-Muerta –dijo el cambiaformas con voz ronca, señalando con una zarpa hacia un cuerpo que yacía unos metros más allá.
-¡¿Qué has hecho?! –gritó la bruja corriendo hacia el cadáver. Al ver su cabeza destrozada se echó a llorar-. ¿Qué has hecho?
-No fui yo –contestó Grand, ahora con forma humana-. Ese estúpido la tiró mientras trataba de escapar.
La refriega, a lo lejos, pareció acallarse y unos guardias se dirigieron hacia ellos.
-¡Alto ahí! –gritó uno de ellos.
-Soy enviada de los Hijos de las Lágrimas –dijo Celia con voz temblorosa, señalando el broche en forma de copo de nieve que le sujetaba la capa.
-¿Y a mi qué? –respondió el guardia-. Has perturbado la paz del rey y quedas arres… -en ese momento sus ojos se posaron en el cuerpo inerte a los pies de Celia-. ¡Guardias! ¡Guardias! ¡Han matado a la princesa!
Y sin más desenfundó la espada y se dirigió hacia ellos.
Celia estaba aterrada. Si salía huyendo parecería culpable pero si se dejaba arrestar la condenarían con toda seguridad.
Otros guardias se unieron al primero, con las armas desenfundadas y se produjo una ligera confusión mientras se ponían al tanto de lo ocurrido.
-Matad al hombre –bramó el primer guardia-. Lo entregaremos al rey como culpable. Coged a la chica y llevadla a las mazmorras de magos. Pasaremos un buen rato con ella mientras deciden su destino.



La mente de Grand era un caos. Miraba a los guardas y a la mujer tratando de decidir que hacer.
Podría convertirse en ratón, escabullirse y dejar a la bruja a su suerte. Esa idea tenía un sabor tan dulce que era casi irresistible.
Pero, por otro lado, no podía dejar a la joven con esos animales. No es que no le deseara la muerte,  aunque solo fuera para librarse de la maldita cadenita, pero lo que le esperaba en esas mazmorras podía ser mucho peor que la muerte.
Arrepintiéndose incluso antes de hacerlo, se transformó en un enorme lagarto del desierto, uno de los animales más rápidos de Gayela, y se lanzó hacia los soldados escupiendo veneno.
-Sube –le gruñó a Celia.
Ella pareció vacilar unos segundos pero finalmente montó y Grand se lanzó a la carrera, dejando tras ellos a los guardas gritando de dolor a causa del veneno.
Corrió todo lo que pudo a través de las callejuelas, esquivando a los asombrados transeúntes, hasta que finalmente llegaron a las grandes puertas de la mansión de La Hermandad.
Una vez dentro Grand volvió a su forma natural y se cubrió con una túnica cualquiera de las que había junto a la puerta.
-¿Qué ha ocurrido? –preguntó a la bruja entre jadeos-. ¿Cómo sabían los secuestradores que estaríamos allí?
-No lo se –respondió Celia, blanca como la cal-. Alguien nos ha traicionado, alguien les ha informado.
-¿Quién? ¿Y los guardas? ¿Por qué tardaron tanto en aparecer?
-No lo se, ¡no lo se! –gritó la joven derrumbándose en una silla-. Tenemos que informar a la Madre de que hemos fallado. Debe… debe hablar con el rey, decirle que nosotros no tenemos nada que ver con la muerte de la princesa.
Grand estaba aterrado. Sí el rey creía que los culpables de la muerte de la chiquilla eran los Hijos del Frio correría la sangre. Y la primera en correr sería la suya, con toda seguridad.
Por un instante estuvo a punto de salir corriendo. Pero entonces fijó su vista en Celia que, pese a estar desecha en sollozos sobre una silla, seguía manteniendo firmemente sujeta la maldita cadena.



Celia se balaceó adelante y atrás, meditando sobre cómo le diría todo eso a la Madre. Porque tenía que decírselo, tenía que contarle que había un infiltrado, que la princesita había muerto y que los hombres del rey les habían visto junto al cadáver.
¿Caería la ira del rey sobre ellos? ¿La de ambos reyes? ¿Pedirían solo su cabeza o también la de los demás hermanos?
Pensar en que por su culpa podía ser destruida toda la Hermandad e incluso desencadenarse una guerra hacía que sintiera ganas de arrancarse el corazón del pecho.
¡No! ¡Su culpa no! La culpa era del traidor que había informado a los bandidos. La culpa era de los guardias que había acudido tarde ante el ruido de la refriega. Ella había hecho todo lo posible, sí, no podía haber hecho nada más. No era culpa suya.
Aferrándose a esos pensamientos tomó aire y se dirigió a las habitaciones de la Madre.
Mientras recorría los corredores pudo ver como la Hermandad iba despertando. Los Hijos comenzaban sus labores diarias completamente ajenos a todo. Algunos la miraban con curiosidad. Querían saber cómo había resultado todo, pero estaba terminantemente prohibido preguntar acerca de una Encomendación.
Por fin llegó a la puerta de la Madre y, cuando alzó los nudillos para llamar, sintió como su valor volvía a flaquear.
-¿Piensas llamar o no? –pregunto alguien tras de si.
Celia dio un respingo y se volvió, pero solo era el cambiaformas. Estaba tan sumida en sus pensamientos que se había olvidado por completo de Grand.
Un regusto amargo le subió por la garganta mientras acariciaba la cadenita. <<Estúpida>> ¿Cómo podía haberse olvidado de él? Con Grand debía estar siempre alerta, siempre preparada. Si él se hubiera percatado podría haber huido sin que siquiera se diera cuenta. Y de eso sí que no tendría a nadie a quien echarle la culpa.
Tomó aire profundamente y llamó a la puerta con decisión. Esta se abrió suavemente, mostrándole la habitación iluminada por cientos de velas.
Sin poder contener las lágrimas corrió y se arrodilló frente al trono de madera.
-Madre, lo siento –trató de que su voz sonara clara entre los incontrolables sollozos-. Hice todo lo posible pero… pero… -no sabía como decirlo-. La princesa ha muerto –consiguió soltar sin más-. Durante la refriega… La dejaron caer y… y… su cráneo…
La anciana se había puesto completamente pálida y un rictus de terror le tensaba los labios.

-¿Cómo has permitido que ocurra eso? –vociferó.

domingo, 7 de octubre de 2012

Las lágrimas de sangre (4)


Los días hasta la Encomendación pasaron muy rápido, pues transcurrían entre mejorar su control del cambiante y su poder de ataque.
No quería que nada saliera mal, pero tampoco tenía claro cuanta energía podría poner en controlar la criatura y cuanta dejar libre para atacar. Si Grand se veía mínimamente libre, sería un gran problema.
Era la medianoche del día del secuestro cuando fue a despertar al cambiaformas a su celda.
-¿Tenemos que salir ya? –preguntó el hombre entre bostezos.
-En dos horas. Pero antes quiero renovar los conjuros –Celia señaló la mesa-. Siéntate.
Lanzándole una mirada de ira, Grand se sentó y extendió los brazos sobre la maltrecha mesa. Ella se situó frente a él y, sin soltar la cadenita, le hizo un pequeño corte en cada muñeca. Puso las manos sobre ellas y se concentró en el salmo. Podía notar como las energías de ambos se entrelazaban y su mente quedaba ligada a la del hombre
Era un conjuro que hacía cada vez que Grand debía salir, para tener controlado donde se encontraba, que planeaba y poder doblegarle con un pensamiento. Aunque esa última parte resultaba necesaria pocas veces,  teniendo la cadena, que estaba permanentemente ligada a la esencia del cambiaformas.
Tras unos minutos, cuando el hechizo estuvo atado, se apartó y limpió las pequeñas manchas de sangre de sus palmas. La cara de Grand estaba pálida y le habían salido unos oscuros círculos bajo los ojos.
Desayunaron juntos y quedaron a la espera en un tenso silencio. Cuando por fin sus hermanos aparecieron, Celia sintió como se le atenazaban las tripas de miedo.
Era la primera vez que iba a una Encomendación, la primera vez que podría usar su Poder para defenderse y atacar en un combarte real. La emoción la recorría con pequeñas descargas eléctricas, pero también la preocupación. ¿Que ocurriría si algo salía mal? ¿Y si ella salía herida y Grand escapaba?



Llegaron a una pequeña puerta en las murallas del castillo tras una larga caminata por las callejuelas de la ciudad. Los Hijos intercambiaron unas palabras con el guardia, que les abrió la puerta.
Recorrieron los patios en el más absoluto silencio, resguardándose en las sombras hasta una pequeña trampilla que había tras las cuadras.
-Por aquí tienen pensado acceder –dijo Grand. Luego miró al cielo-. Aparecerán en cuanto rompa el amanecer.
Uno de los Hijos pronunció un salmo, se produjo una tenue ondulación en el aire y el cambiaformas sintió un cosquilleo en la piel. Sabía que era un conjuro de invisibilidad, pues había oído otras veces el hechizo. Duraba solo unos minutos pero probablemente bastaría.
Poco después, en cuanto aparecieron los primeros indicios de luz en el horizonte, aparecieron tres hombres. Iban vestidos con bastas ropas de cuero y portaban espadas largas, que no parecían de muy buena calidad.
Grand empezó a quitarse la túnica pero un Hijo le puso la mano en el hombro.
-Aún no –le susurró al oído-. Queremos rescatar a la princesa, no solo coger a sus captores, ¿comprendes?
El cambiaformas asintió molesto. Le parecía espantoso que pusieran en peligro a la chiquilla solo para ganarse el favor del rey. Celia, que debió de sentir sus dudas y desprecio le fulminó con la mirada.
Los minutos se le hacían eternos mirando fijamente a la trampilla, pensando en si le estarían haciendo algún daño a la princesa.
Cuando sintió un pequeño movimiento en la portezuela sí se quitó la ropa y se transformó en un enorme león blanco del Norte. Apretó las garras contra el suelo y se agazapó preparado para destrozar al primer bandido que se asomara por la trampilla.
Vio por el rabillo del ojo como sus compañeros se posicionaban para usar el Poder y como Celia se debatía entre mirar a la portezuela de madera o vigilarlo a él mientras mantenía tensa la cadenita.


Celia apretó los eslabones con firmeza, aterrada por la presencia del enorme león, casi más grande que un caballo, que había sido un hombre segundos atrás.
Pero no pudo entretenerse demasiado pensando en cuanto control tenía realmente sobre semejante criatura, pues de pronto se abrió la trampilla.
Salieron primero dos hombres, cargando a una jovencita de melena oscura que tan solo llevaba un fino camisón y tras ellos el tercero, con dos espadas en alto.
Celia había esperado que al verlos los hombres se sorprendieran o asustaran… Pero sonrieron.
-¡Ahora! –gritaron los tres hombres al unísono.
Y de pronto de las cuadras comenzaron a salir enormes hombres armados que se lanzaron contra ella y sus Hermanos.
Por unos instantes solo fue capaz de mirar. Sus Hermanos lanzaban diferentes conjuros a los atacantes mientras Grand, en su forma de león, se lanzaba a por los captores tratando de obligarles a soltar a la muchacha.
De pronto, una Hija del Hielo cayó a su lado con una gran herida sangrante en el pecho y por fin reaccionó.
Rogando que Grand estuviera demasiado distraído para darse cuenta, centró toda su atención en recoger el Poder del ambiente y concentrarlo en sus manos. En cuanto consideró que era suficiente lanzó un fuerte impulso de energía al hombre armado más cercano, que se desplomó inerte en el suelo.
Corrió a ayudar a un Hermano, que se estaba viendo hostigado por dos hombres pero, justo antes de poder lanzar un conjuro, uno de ellos le cortó la garganta con un rápido movimiento.
Ambos se giraron hacia ella. Uno cayó al instante con el conjuro que ya tenía preparado, pero el otro tuvo tiempo de lanzar un rápido tajo antes de que Celia le enviara una bola de fuego.
Chilló al notar el frío acero cortándole el brazo pero no perdió la concentración y se giró hacia otro atacante.



Se movía en círculos alrededor del último de los captores, que giraba a su ritmo manteniendo a la princesa, ya despierta, siempre delante como escudo.
Sus dos compañeros yacían en el suelo con el cuerpo destrozado por las enormes garras del león, que acariciaban el suelo, rojas de sangre.
Grand ignoraba la batalla que tenía lugar a sus espaldas, por él como si mataban a todos los hijos. Pero no podía irse de ahí y permitir que la princesita sufriera algún daño.
Volvió a moverse en torno al hombre, gruñendo y planteándose si debería cambiar de forma para poder atacarlo sin miedo de herir a la rehén. Tal y como estaba ahora no podía lanzarle un zarpazo sin dañarla a ella.
Entre el caos de la batalla creyó distinguir un chillido de Celia. Si sentía como esa maldita bruja caía, sintiéndolo mucho por la princesa, terminaría huyendo todo lo rápido que pudiera.

De pronto escuchó como alguien se acercaba por detrás y se giró con las fauces abiertas en un poderoso rugido.

miércoles, 3 de octubre de 2012

Las lágrimas de sangre (3)

Celia salió la última de la habitación para no sentir las miradas de los demás clavadas en su nuca.
Fue directa a las cocinas, donde le entregaron como cada día, un plato con escasa cantidad de un engrudo marrón y verde y le regalaron varias miradas de desprecio.
Mientras se dirigía a la habitación se iba poniendo nerviosa. Aún tras tantos años siguiera temiendo perder el control.
Antes de abrir la pesada puerta de madera se desató la fina cadenita de acero que llevaba en la muñeca derecha y la sostuvo con firmeza.
-Te traigo la cena –dijo en tono frio.
-Muchas gracias mi señora –el hombre se incorporó y la miró con esos ojos siempre cargados de tristeza. Tomo el plato con delicadeza y se sentó a comer en una maltrecha mesa junto a la puerta.
Celia se puso frente a él, centrando su Poder en la cadenita que estaba ligada al cambiaformas.
-No intentes nada.
Él sonrió apesadumbrado mientras miraba la cadena.
-Siempre la misma cantinela, ¿eh? No temas.
-Calla y come –dijo la joven con el ceño fruncido-. Puede que la Madre quiera verte pronto.
-¿Por qué?
-No tienes que saber porque. Solo tienes que obedecer.
El hombre la miró de un modo extraño y comenzó a comer.
Celia sintió algo removerse en su estómago. ¿Pena? ¿Remordimiento quizá? Miró fijamente a Grand. Era un hombre alto y espigado, con el pelo negro siempre revuelto y grandes ojos grisáceos, con un permanente aire triste. Intentó mirarlo con afecto, o incluso indiferencia, pero fue incapaz.
Le odiaba. Jamás le había hecho nada para ello, pero le odiaba.
Le ponía nerviosa pensar que en cualquier momento podía convertirse en la criatura o persona que deseara. Acarició la cadenita, eso siempre la hacía sentir segura. Además de eso estaba la actitud de sus Hermanos desde que se encargaba de él.
Recordaba que hacía cuatro años, cuando le habían traído de lo más profundo del desierto y la Madre la eligió como guardiana se sintió sumamente orgullosa, hasta que se percató de como los demás se distanciaban. Al principio creía que eran simples envidias, pero terminó dándose cuenta de que era miedo, miedo y repulsión.
Cuando terminó de comer le metió en su celda y se alejó del lugar todo lo rápido que podía sin ponerse a correr.

Se recostó en el fino colchón, casi tan hambriento como antes. Siempre estaba deseando una Encomendación, pues era las pocas veces en lo que podía ingerir algo más parecido a una comida de verdad.
Además las Encomendaciones solían durar algunos días y era un placer no tener que ver a Celia. Su boca torcida en gesto agrio y esos enormes ojos azules cargados de ira.
La mitad de las veces que la veía le habría desgarrado el cuello con sus dientes si no fuera por esa maldita cadenita.
Solo de imaginarla el terror le atenazaba las tripas. Todas las noches se prometía que un día arrancaría esos diminutos eslabones de los dedos inertes de la joven.
Justo cuando se había quedado dormido la joven le despertó al abrir la puerta.
-La Madre quiere verte –como siempre con la cadenita en la mano-. Vamos
Se levantó tambaleante por el sueño y la siguió hasta la habitación de las velas.
La vieja estaba recostada en los cojines, mirándole fijamente con esos enormes ojos que parecían todo pupila.
-Tengo una importante Encomendación para ti y Celia.
-Decidme Madre –se notaba la boca pastosa al hablar.
-Mañana iréis junto con otros Hijos a proteger a la princesa. Se la arrebataréis a sus captores y la devolverás a su marido sana y salva. Tendrás que defender a los Hijos de un número indeterminado de hombres armados, así que elige bien el aspecto, cambiaformas.
El hombre asintió. No era la primera vez que le ordenaban algo así, ni la primera vez que mataba por orden de los Hijos de las Lágrimas Heladas y, por supuesto, no sería la última.
-Celia, confío plenamente en ti para que le controles –giró su huesuda cabeza hacia la joven-. No pierdas ni un momento la concentración, pero si puedes ayudar con tu poder, hazlo.
Señaló con la mano unos pequeños asientos a su lado. Se sentaron obedientemente a esperar a los voluntarios para la Encomendación. Según la vieja los iba seleccionando, se sentaban junto a ellos.
Al final quedaron 3 Hijos y 2 Hijas del Hielo, además de Celia y él.
-Cambiante –dijo la vieja mirando a Grand-. Enséñales lo que puedes hacer.
Sin mirar a ninguno a la cara se levantó de la silla, se quitó la túnica y se transformó en un enorme león. Después en una gorda rata blanca y por último en la escuálida vieja.
Esa era la parte que más le gustaba de su demostración, ver en esos rostros orgullosos el miedo y la repulsión al mirarlo convertido en la persona que más admiraban. Casi podía oírlos pensar en como podría pasarse por cualquiera de ellos.
Volvió a su aspecto natural y se vistió con un rápido movimiento.
-Fantástico –dijo la vieja sonriendo-. El cambiaformas y Celia se encargaran de vuestra seguridad, vosotros os encargareis de proteger a la princesa –movió un dedo hacia la puerta y cerró los ojos-. Retiraos.
Grand se dirigió a su celda entre bostezos acompañado por la permanente presencia de Celia.
-Esta Encomendación es muy importante –le dijo mientras abría la puerta, clavándole esos ojos azules-, no se te ocurra desobedecerme o intentar escapar, porque si algo sale mal créeme, lo lamentaras

domingo, 16 de septiembre de 2012

Las Lágrimas de Sangre (2)

<<A sus habitaciones>> pensó Grand conteniendo una carcajada. Bonito eufemismo para la húmeda y estrecha celda en la que pasaba las horas cuando no estaba cumpliendo una “Encomendación”, como le gustaba llamar a la vieja a sus misiones de espionaje.
     La joven abrió la pesada puerta de madera con un movimiento de mano. <<Brujas>> pensó Grand estremeciéndose. Era irónico, teniendo en cuenta que él era un cambiaformas, pero odiaba la magia.
Se volvió a estremecer al entrar en “la habitación”. No sabía muy bien si era por el frio o por las runas grabadas en las paredes.
-Y no intentes nada –dijo la joven, apretando aún la cadenita en una de las manos.
El hombre miró las runas con cara de escepticismo, pues precisamente le impedían ejercer sus poderes mientras estuviera dentro de esa celda. Justo cuando iba a preguntar que si estaba bromeando, ella cerró la puerta.
El hombre se tiró en el fino colchón pensando en las consecuencias de la conversación que había oído esa tarde. <<Van a secuestrar a la princesa de Lisse de las mismísimas habitaciones del príncipe>> No necesitaba que nadie le dijera que detrás de eso estaba Trandos, el hermano menor del rey.
Ya había conseguido poner a muchos señores en contra de su hermano, si además coaccionaba al rey de Lisse con su hija como prisionera para que no apoyara al legítimo heredero, o peor, para que pusiera su ejército del lado de Trandos, que se hiciera con el trono era cuestión de tiempo. De poco tiempo.
<<¿Por qué me preocupo por estas cosas?>>, pensó airado mientras se revolvía, notando las piedras del suelo a través del fino colchón. <<Un rey u otro yo voy a seguir aquí atrapado>>
Aunque en realidad el Rey Howard no lo hacía del todo mal. Pese a las revueltas de su hermano había una paz relativa en el reino, y las gentes no pasaban hambre. Además, según decían, su hermano era un hombre despiadado y cruel. <<Sigue dando igual, ocurra lo que ocurra seguiré viviendo en esta celda, comiendo bazofia y durmiendo sobre las losas de piedra>> Puso las manos en su nuca y trató de dormir.

La sala estaba repleta de gente, pegados unos a otros. Entre el poco espacio, la aglomeración y los millares de velas el calor era asfixiante. Celia sentía correr un hilillo de sudor por su espalda mientras esperaba expectante a que hablara la Madre.
-Hijos del Hielo –dijo la anciana con su extraño susurro-, hemos recibido una terrible noticia. Mañana secuestrarán a la dulce princesa de Lisse, arrebatando así el apoyo de su reino para la justa causa de nuestro rey. Tenemos que impedirlo. Necesito a algunos jóvenes, fuertes y ágiles, rápidos y discretos, para llevar a cabo la importante Encomendación de arrebatar a la chiquilla de las manos de sus captores y devolverla sana y salva a los brazos de su esposo, el príncipe.
Muchas voces se alzaron en la sofocante habitación ofreciéndose voluntarios. La anciana, con la más amplia sonrisa, mostrando sus dientecitos puntiagudos, alzó un dedo y se hizo el silencio.
-Sabed que a esta misión os acompañará el elegido Grand y su guardiana.
Un murmullo de descontento se extendió entre los Hijos del Hielo y Celia, pese al calor, se estremeció.
Antes de la llegada de Grand ella era admirada entre los Hijos, la que más Poder tenía tras la Madre. Precisamente por eso le habían encargado cuidar del cambiaformas.
Según las historias de la Hermandad, su creadora, la Princesa de las Lágrimas Heladas había sido traicionada y asesinada por un cambiante, el primero de su especie, al que había creado a partir de su gran Poder. Por ello eran los seres de toda Gayela que más repulsión les provocaban, y por extensión ella, que estaba conectada con Grand y lo frecuentaba para vigilarlo, también.
Pese a todo, había algunos Hijos, además de la Madre, que creían que pese a ser peligrosos, los cambiaformas eran seres benditos pues todos llevaban una pequeña parte del Poder de la Princesa de las Lágrimas Heladas Por ello, su vida les pertenecía a la Hermandad.
La anciana volvió a levantar el dedo y el silencio se extendió por la habitación.

-Que los voluntarios para la Encomendación se presenten aquí tras la cena para decidir quién la cumplirá –susurró. Y sin añadir nada más cerró los ojos.

jueves, 13 de septiembre de 2012

Las lágrimas de sangre (1)

El gato entró por la ventana y se recostó sobre el aparador.
-Has tardado mucho –le dijo la joven con el ceño fruncido.
Hubo una ondulación en el aire y, donde un segundo antes estaba el gato negro de patas blancas ahora se encontraba sentado un esbelto hombre de pelo negro e hirsuto. Se puso una amplia túnica sobre su moreno cuerpo desnudo y, con un suspiro, se sentó a la mesa.
-Tenía hambre, así que de camino he pasado por los muelles. Siempre hay alguien dispuesto a dar de comer a un gato –dijo el hombre relamiéndose.
La joven dama sentada a la mesa tensó una cadenita que tenía en las manos y el hombre cayó al suelo con un jadeo de dolor.
-¡Que sea la última vez que te desvías de tu misión! –gritó la joven, roja de ira-. Sabes que te veo –dijo señalándose la frente-. No intentes engañarme. ¡Nunca!
-Solo tenía hambre –sollozó el hombre –nada más. No quería desobedeceros. Ya había terminado lo que me ordenasteis.
-¡No! ¡No habías terminado! –volvió a tensar la cadena y el hombre se retorció en el suelo-. ¡Tu misión no termina hasta que no informes a la Madre!
La dama se sentó con el rostro aún enrojecido y se atusó la fina falda de seda. Cuando él se levantó, ya más calmada, le pidió que la acompañara.
El hombre la siguió obediente y en silencio por los angostos pasillos de la gran mansión.
Entraron en una pequeña habitación. Las paredes tenían nichos repletos de velas encendidas que llenaban la habitación de un baile de luces y sombras. La sala estaba vacía salvo por un trono de madera con un gran respaldo en el que estaban tallados un sinfín de copos de nieve cayendo en torno a una niña llorosa.
En el trono, casi hundida en decenas de cojines había una mujer minúscula. Tenía una gran cabellera blanca, unos enormes ojos negros y un cuerpo enjuto, con la piel prácticamente pegada a los huesos.
 Lo peor de la anciana era su boca, torcida en una siniestra sonrisa que dejaba entrever un millar de pequeños dientes blancos y puntiagudos.
-Madre –dijo la joven arrodillándose ante el trono-. Grand ha vuelto de la Encomendación.
La vieja posó la vista en el joven ampliando su sonrisa y le asintió. Él sabía que esa era la señal para comenzar a hablar.
-Como usted dijo, hoy los guardas se reunieron –dijo Grand con voz ronca, sin apartar la vista de la cadenita que la joven mantenía en la mano-. El ataque será en cuatro días. Un par de hombres entrarán por un pasadizo bajo la cama del príncipe, rociarán una sustancia que les hará dormir profundamente y se llevaran a su esposa. Los guardas les abrirán la puerta este para que accedan al puerto.
-¿A dónde llevarán a la chica? –la voz de la vieja era poco menos que un susurro, pero siempre se oía con una claridad extraña.
-Eso no lo comentaron Madre –Grand agachó la cabeza-. No tengo respuesta.

-Tenemos que impedirlo –ya sin sonreír, la anciana miró a la mujer-. Llévale a sus habitaciones y congrega a los Hijos