Celia esperaba junto al fuego que acababa de
encender mientras se observaba las feas marcas rojas que le subían por las
piernas. No tenía demasiados conocimientos de magia curativa y no sabía qué
hacer para borrar esas cicatrices de su piel. Tendría que resignarse a
llevarlas siempre.
Se mantenía sentada hacia la entrada de la
cueva, pendiente de cualquier movimiento, preparada para lanzar un impulso de
energía.
Con todo lo que había pasado le parecía una
tontería seguir evitando dejar un rastro mágico, pues había usado ya tanto
Poder como para que la encontrara hasta el rastreador más inexperto.
El sonido de la hierba seca al ser pisada la
sacó de sus pensamientos y la puso en tensión, hasta que reconoció a Grand
entre las sombras. Entró en la cueva lanzando dos conejos frente a ella.
-Es todo lo que he podido encontrar –iba
cubierto por unas toscas pieles- pero el rastro me llevó a una vieja cabaña de
hombres del desierto.
Le lanzó una manta, descolorida y polvorienta de
un tejido muy fino, y una cuerda.
-Supongo que servirá –dijo la muchacha con una
mueca mientras se envolvía con la tela y la sujetaba anudándose la cuerda.
-¿Cómo has encendido esto?
Celia solo se encogió de hombros como si fuera
obvio.
-Tenemos que tener cuidado. Más que antes
incluso –el cambiaformas la miró con gesto serio, casi de desprecio-. Seguro
que con todo lo que has hecho hay medio ejército dirigiéndose hacía aquí
–mientras hablaba preparaba los conejos para cocinarlos-. Tendremos que pasar
algunos días en el desierto, escondidos. Los planes que tenía de que allí
pudieras usar tus poderes –casi escupió esa palabra-, si nos veíamos en apuros
se han esfumado.
La joven miró al fuego sin decir nada, con el
rostro tenso y enrojecido. Poco a poco, la gratitud que había sentido por el
cambiaformas iba esfumándose ante sus palabras y el tono con el que se dirigía
a ella.
En cuanto se terminaron la carne y Grand se
sintió con fuerzas, se pusieron en marcha. Pararían lo imprescindible hasta
poner buena distancia entre ellos y el rey.
Los primeros días se transformó en león,
cargando con Celia para avanzar más rápido, hasta que llegaron al desierto.
Las horas de sol se habían hecho insoportables y
las pasaban en la primera cueva que encontraban entre las grandes formaciones
de rocas rojas que cubrían ese extraño desierto pedregoso.
Grand había fabricado unas botas para el agua
con la piel de sus presas, pero todos los días se les había muy difícil
encontrar charcas o arroyos subterráneos.
La bruja, nada acostumbrada a situaciones tan
extremas, se había pasado los primeros días vomitando y mareada. Se había
quedado prácticamente en los huesos y las fuerzas le fallaban constantemente.
Por suerte, las noches eran frescas y las usaban
para avanzar. Pero el camino era duro y lento y tras varios días apenas había
recorrido unos kilómetros.
Cuando llevaban cuatro días en esas hostiles
tierras Celia apenas podía caminar debido a unas terribles ampollas en los
pies, pues no habían conseguido encontrar nada que les sirviera de calzado.
Al caer la noche trató de levantarse pero el
dolor le hacía imposible siquiera mantenerse de pie.
-Tal vez pueda curármelos. No hemos visto
señales de que nadie nos siga la pista.
-El desierto es muy grande. Tal vez están por
aquí cerca y basta que hagas eso para que nos localicen –Grand hablaba con voz
cansina, como si le estuviera explicando algo a un niño pequeño.
-¿Por qué no te transformas y me llevas tú? Así
no perderemos un día de viaje.
El joven la fulminó con la mirada. Los últimos
días parecía que la bruja estaba tratando de ser más amable, de tratarlo como a
un igual. Pero siempre acababa demostrando que no lo veía más que como a un
sirviente, o peor, como a un perro amaestrado.
-Para avanzar por aquí solo puedo transformarme
en lagarto y nos arriesgamos a que los cazadores de la zona me ensarten con una
lanza –suspiró y se pellizcó el puente de la nariz-. Esta noche no avanzaremos,
así que aprovecha para descansar.
Sin esperar a que ella dijera nada se levantó y
echó a andar había las profundidades de la cueva en la que habían dormido
durante las horas de sol. Tal vez reconociera alguna raíz o planta que les
fuera útil.
Ahora que había vuelto al desierto era
consciente de todos los años que llevaba lejos de allí. Ya no se orientaba como
antes, ya no reconocía la mitad de las plantas comestibles y tardaba mucho más
en encontrar el rastro de una presa.
Pero cuanto más tiempo pasaba allí, más deseos
sentía de quedarse. Se sentía libre y cómodo, incluso protegido por el sonido silbante
de los vientos ardientes de la mañana colándose por las grietas de las rocas.
Había momentos en los que se arrepentía de haber
sacado a la bruja de la hoguera, pues no se fiaba en absoluto de su palabra de
liberarle cuando todo terminara. Además cabía la posibilidad de que ni siquiera
encontrara esas pruebas que ella tanto anhelaba de que la Hermandad era
inocente.
Así que, una vez le había dado varias vueltas a
esas conclusiones, comenzó a urdir un plan.
Celia se examinaba las enormes y brillantes
ampollas en los pies. La piel le palpitaba de dolor y era incapaz de apoyar en
esa zona el más mínimo peso.
Cuando salieron de Valorn todo encajaba en su
cabeza y parecía muy fácil. Contaba con llegar enseguida al Espinazo, encontrar
a los auténticos artífices del asesinato de la princesa y volver a su hogar
como una heroína para sus hermanos.
En cambio, ahí estaba, llena de heridas y
cicatrices, hambrienta, sedienta, cubierta tan solo por una cochambrosa manta y
debiéndole su vida a un cambiaformas.
Sintió las lágrimas acudir a sus ojos y comenzó
a tratar de encender un fuego para distraerse. La temperatura caía rápido en la
cueva según se ocultaba el sol y así podrían calentar la poca carne que les
había sobrado del día anterior.
Cuando Grand regresó había conseguido que unas
débiles llamas crepitaran frente a ella.
-Bueno por lo menos este viaje ha tenido una
utilidad –musitó el cambiaformas en tono jocoso mientras ponía unas raíces en
la hoguera para que se tostaran y comenzaba a ensartar la carne fría en una
fina ramita-, has aprendido a usar tus manos.
La joven se mordió la lengua para no maldecir.
Era incapaz de olvidar que la había salvado de esos campesinos y se había
propuesto sincera y firmemente tratarlo de otra manera.